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El creciente auge de propuestas fílmicas
asiáticas ligadas a la explotación visual de la violencia como eje temático
de sus producciones ha obligado a nuevos realizadores a incursionar en un
terreno estético distinto mediante el cual poder demostrar su capacidad
creativa sin caer en lugares comunes. Para ello han desempolvado el más
impensado de los géneros en oposición a las construcciones modernas del cine
actual: “el melodrama”. Habiendo signado las cinematografías de todas las
épocas, representa hoy la herramienta más eficaz para poder explicar en
términos ficcionales la pérdida de identidad colectiva acontecida en los
años de recesión económica de Japón.
Carente de objetivos a través de los cuales poder construirse un futuro
mejor, el hombre promedio busca necesariamente un “sentido de pertenencia
que le devuelva, en parte, cierta estabilidad no sólo económica, sino
también en el orden emocional, sin la cual no podría canalizar sus
expectativas y vivencias personales de forma acabada.
Cierto sector del exitosamente renovado cine japonés se ha propuesto
reflejar esta dinámica sociocultural poniendo en juego las coordenadas
dramáticas que plantea el género para munirse de un público no contemplado
por otras visiones estructuralmente más cruentas.
Argumentalmente estos directores han puesto el acento sobre el individuo y
su vacío afectivo, solo subsanable a través de la recuperación de un orden
familiar que le brinde la seguridad y confianza perdidas.
En “Primavera” (Ah haru – 1998), el realizador Shimji Somai muestra los
conflictos de un trabajador víctima de la inestabilidad laboral de su tiempo
y cercado por una esposa depresiva que pone un paliativo a sus males
haciéndose cargo de su anciano padre (al que creía muerto). Uno a uno, los
personajes van autoexaminándose en sus defectos y virtudes en función de una
presencia que no les es grata pero que les devuelve cierta cuota de
humanidad.

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A través de las convenciones del género, Somai elige moverse en un terreno
filoso sometiendo a sus intérpretes a elegir entre sus miserables rutinas o
brindarse la posibilidad de un núcleo de contención anímica.
De manera más
escurridiza pero profundizando en el mismo territorio, Itsumichi Isomura
reemplaza esta noción de familia por la de “grupo” en “Darlo todo”
(Gombatte Ikimasshoi, 1998) donde una adolescente solitaria decide encauzar
su vida formando un equipo de remo. Víctimas de la desazón por no ser
comprendidas por sus padres, son retratadas en su cotidaneidad que no va más
allá de sus anhelos por vencer en la competencia de verano.
De forma más sutil, Isomura utiliza los códigos melodramáticos del amor
juvenil para dotar a sus personajes de un sentido de existencia hasta
entonces anodina. Algo parecido ocurre en “La carrera do Kohei” de Suguru
Kubota en donde un muchacho restablece el vínculo con su hermano muerto por
medio del atletismo. Ambos directores parecen querer demostrar que las
frustraciones y malestares propios de la adolescencia circundante pueden
erradicarse en los márgenes de una actividad de sostén como lo es el deporte
en el cual la convivencia con el otro se torna indispensable.
En “Orgulloso de mi voz” (Nodo jiman – 1999),
la búsqueda de un
lugar en el mundo se concreta dentro de los límites de un programa
televisivo que presenta cantantes amateurs. Así, el director Kazuyuki Izutsu
recupera lo mediático como telón de fondo para la puesta en escena de las
aspiraciones de sus concursantes, debiendo éstos interactuar en un terreno
hostil por naturaleza en el cual aprenden a reconocerse y superarse como
personas.
En sentido oblicuo a estas producciones, dos films como “Lluvia de fin de
otoño” y “Ataduras” parecen querer demostrar que el individuo por sí sólo
puede darse una oportunidad. Sin seguir las pautas sociales, “Lluvia de fin
de otoño” (Shigure no ki –1998), narra la historia de un adulterio entre un
presidente de construcciones y una maestra de arreglos florales que viven a
contramano de los presupuestos sociales del Japón actual. Su director,
Shinichiro Sawai se apropia de su relato de los códigos del género con el
objeto de rendir cuenta de la creciente deshumanización por la que atraviesa
su país en haras del confort personal.
El romance otoñal implica el quiebre de un orden familiar en apariencia
“seguro” pero que en realidad está viciado de comportamientos egocéntricos
por parte de una esposa exitista y un hijo interesado por lo material. La
recuperación de lo afectivo se da en la canalización de “lo prohibido” donde
se apuesta a la sencillez de los viejos tiempos. Todos estos nuevos
realizadores trabajan con esmero la relación “viejos/nuevos tiempos” para
narrar la desmoralización social en función de una perspectiva histórica.
“Darlo todo” es un flashback que remite a los buenos momentos de 1976 que ya
no se repetirán.
“Primavera” y “Ataduras” se mueven en la zona teñida de grises de la
infancia que se muestra como lugar edénico por excelencia (utilizando
melodías, una canción en un caso y una melodía de flauta en otro) como leit
motiv de la evocación mientras que en “Lluvia de fin de otoño” la agonía del
emperador y la exaltación de un poeta muerto sirven de excusa para demostrar
que nada puede superar la tradición de un Japón que expone su cara más cruel
en su creciente industrialización.
Otro elemento a tener en cuenta es el manejo de las estaciones del año. La
primavera o el verano implican un renacer individual. En “Darlo Todo” se
vehiculiza por medio del ocio estival y la concreción de una actividad
acuática en la que depositar energías. En “Primavera” el hilo conductor es
la crianza de gallinas y pollitos, mientras en “Lluvia...” el advenimiento
de una nueva estación se ajusta a una reformulación espiritual de sus
protagonistas. Cabe recordar que el mismo maestro Takeshi Kitano trabajó
ejemplarmente esta perspectiva en la maravillosa “El verano de Kikujiro”.
Finalmente haremos mención al film “Ataduras” (Kizuna – 1999) de Kichitaro
Negishi, una ingeniosa vuelta de tuerca sobre el tema de los yakuzas donde
el melodrama se cruza con el thriller para dar cuenta de los móviles de una
venganza. El carácter marginal de sus personajes sirve de excusa para el
reencuentro con el ser y la recuperación de sus orígenes.
En suma, distintas visiones que convergen en un mismo fin: La redefinición
del individuo en un contexto que le es adverso pero no imposible de
transformar y ese cambio sólo se concreta a través de un trabajo de
introspección personal.
SILVIA
G. ROMERO
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